jueves, 14 de marzo de 2013

El espacio ordenado también educa




Cuando mi primer hijo nació me inquietaba el hecho de no tener nada para su cuarto, pero algo me decía que así debía ser, que su habitación iría creciendo de acuerdo a sus necesidades. Así pues me preparé con un bellísimo libro montessoriano que me regaló una generosa amiga. “Montessori from the start”.
La habitación propuesta consistía en un futón a ras del suelo, un cojín con forma cilíndrica y un móvil en blanco y negro. No había cuna y por ende no había barrotes. Y tampoco cambiador a pesar de la cara de sorpresa de mis amigas que hasta calentadores de toallitas húmedas habían comprado. Sólo una repisa de nichos con canastos en donde su ropita se ordenaba de acuerdo a sus funciones. Encima de ella un reproductor de Cds y un canasto con álbums de música clásica.
Conforme fue creciendo, agregué un espejo en la pared, allí pasaba largas horas mi chiquitín descubriendo su cara, sus gestos, su cuerpo. También observaba las luces de colores que refractaba un móvil hecho con cristales cortados en formas de prisma. Descubría los contrastes, el color, las luces, el movimiento.
Cuando comenzó a arrastrarse notó que el mundo no tiene límites. Bajaba solo de su futón para arrastrarse por su habitación, poco a poco fue explorando los confines de su hogar. Entonces coloqué varias imágenes plastificadas a la altura de sus ojos, no más de 10 centímetros del suelo. Veía obras de Van Gogh, Monet, Chagall, durante largo rato. En ese entonces también coloqué un canasto lleno de sonajas y otros instrumentos de percusión a los que acudía con frecuencia para sorprenderse con los sonidos.
Cuando comenzaba a gatear colocamos un toallero a 50 cm del suelo, en donde solía balancearse y jugaba a estar de pie. Descubrió que había otra dimensión. Entonces subimos las imágenes (que ya eran otras), a su nueva altura. Caminaba poniendo sus manitas por todas las paredes de la casa. Por supuesto no había nada que nos preocupara pudiera romper. En el librero familiar ya habíamos colocado en el primer estante todos sus libros y sabía que podía tomar todo lo que quisiera, pues nuestro interés primordial era permitirle que explorara el mundo.
Comía en una pequeña mesa con su silla a su medida, en esa mesa se sentaba a colorear y a trabajar con material sensorial creado en casa. Sus días transcurrían con absoluta normalidad, en casa no había reglas, la disciplina la generaba el orden.
Hoy mis niños tienen tres y siete años y conciben el movimiento como algo natural en la casa. Todo sigue estando a su altura, especialmente en sus espacios de recreación y descanso, en el que los juguetes están clasificados por ellos mismos en diferentes canastos, el de los coches, los superhéroes, los instrumentos, los bloques de construcción, etc.
El que ellos puedan acceder a su ropa, a la vajilla, a los libros, les permite ser autónomos, ordenados, colaboradores y cultos. Toda una preparación que muchos padres dejan para después. Si tan solo supieran que basta un espacio ordenado para ordenar la mente y ejercer la voluntad.








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