Cuando mi primer hijo nació me
inquietaba el hecho de no tener nada para su cuarto, pero algo me decía que así
debía ser, que su habitación iría creciendo de acuerdo a sus necesidades. Así
pues me preparé con un bellísimo libro montessoriano que me regaló una generosa
amiga. “Montessori from the start”.
La habitación propuesta consistía en un
futón a ras del suelo, un cojín con forma cilíndrica y un móvil en blanco y
negro. No había cuna y por ende no había barrotes. Y tampoco cambiador a pesar
de la cara de sorpresa de mis amigas que hasta calentadores de toallitas
húmedas habían comprado. Sólo una repisa de nichos con canastos en donde su
ropita se ordenaba de acuerdo a sus funciones. Encima de ella un reproductor de
Cds y un canasto con álbums de música clásica.
Conforme fue creciendo, agregué un espejo en la
pared, allí pasaba largas horas mi chiquitín descubriendo su cara, sus gestos,
su cuerpo. También observaba las luces de colores que refractaba un móvil hecho
con cristales cortados en formas de prisma. Descubría los contrastes, el color,
las luces, el movimiento.
Cuando comenzó a arrastrarse notó que
el mundo no tiene límites. Bajaba solo de su futón para arrastrarse por su
habitación, poco a poco fue explorando los confines de su hogar. Entonces
coloqué varias imágenes plastificadas a la altura de sus ojos, no más de 10
centímetros del suelo. Veía obras de Van Gogh, Monet, Chagall, durante largo
rato. En ese entonces también coloqué un canasto lleno de sonajas y otros instrumentos
de percusión a los que acudía con frecuencia para sorprenderse con los sonidos.
Cuando comenzaba a gatear colocamos un
toallero a 50 cm del suelo, en donde solía balancearse y jugaba a estar de pie.
Descubrió que había otra dimensión. Entonces subimos las imágenes (que ya eran
otras), a su nueva altura. Caminaba poniendo sus manitas por todas las paredes
de la casa. Por supuesto no había nada que nos preocupara pudiera romper. En el
librero familiar ya habíamos colocado en el primer estante todos sus libros y
sabía que podía tomar todo lo que quisiera, pues nuestro interés primordial era
permitirle que explorara el mundo.
Comía en una pequeña mesa con su silla
a su medida, en esa mesa se sentaba a colorear y a trabajar con material
sensorial creado en casa. Sus días transcurrían con absoluta normalidad, en
casa no había reglas, la disciplina la generaba el orden.
Hoy mis niños tienen tres y siete años
y conciben el movimiento como algo natural en la casa. Todo sigue estando a su
altura, especialmente en sus espacios de recreación y descanso, en el que los
juguetes están clasificados por ellos mismos en diferentes canastos, el de los
coches, los superhéroes, los instrumentos, los bloques de construcción, etc.
El que ellos puedan acceder a su ropa,
a la vajilla, a los libros, les permite ser autónomos, ordenados, colaboradores
y cultos. Toda una preparación que muchos padres dejan para después. Si tan
solo supieran que basta un espacio ordenado para ordenar la mente y ejercer la
voluntad.
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