sábado, 8 de mayo de 2010

Desarrollo de la autonomía del ser

El niño nace sin un patrón establecido de comportamiento que le permita reconocer las necesidades básicas de sobrevivencia; sus opciones en este sentido están limitadas.
La primera pregunta que los padres y maestros debemos ayudar a responder a los recién nacidos sería: “¿Qué es lo que me rodea?”. Su respuesta estará estrechamente vinculada con el desarrollo de las capacidades de exploración, orientación y orden.
Si se dan cuenta, no estamos hablando de dar respuestas conceptuales sino de prepara un espacio que le permita al infante experimentar los retos necesarios para que se vaya construyendo un mapa mental externo, al tiempo que desarrolla de manera interna el sentido de la dirección, distancia, tiempo y secuencia.
Una niña que ha sido bien acompañada por sus padres y otros mediadores del aprendizaje con seguridad llegará a los dos años con estos conceptos introyectados. No estoy hablando de leer el reloj, sino de comprender el orden externo de su mundo, dónde se encuentran las cosas, incluso reconocer un camino habitual a casa y señalar con certeza lo que ocurrirá después.
Pero lo más sorprendente es que internamente se está gestando algo maravilloso que está ligado al mundo emocional. Esta pequeña está experimentando la sensación de seguridad al percibir que la comida llega a la misma hora, que el baño se repite día a día, que antes de dormir se lee un cuento; además disfruta de la capacidad de ser autónoma al lavarse los dientes, quitarse el pijama o cortar con un cuchillo especial la manzana que va a merendar. Y por si fuera poco se inserta en el mundo social al colaborar recogiendo la mesa, poniendo su ropa sucia en el cubo y emparejando los calcetines limpios con papá antes de ir a dormir. Esto lo puede hacer cualquier niño de dos años que goce de todas sus capacidades, insisto, siempre y cuando cuente con unos padres que estén dispuestos a acompañarla y le hayan preparado el espacio adecuado para el aprendizaje.
El futuro de un niño que durante los tres primeros años de su vida se le retiene en un carrito, sillita, cuna o andadera, se le viste con ropa incómoda diseñada para muñecos de porcelana o personas adultas, se le habla con onomatopeyas y palabras cortadas como si estuviera mentalmente limitado para comprender, se le prohíbe tocar los objetos que están en casa y se le entretiene en una guardería rompiendo y desordenando juguetes, será muy diferente. La imposibilidad de experimentar el mundo le atrofiará en breve su capacidad natural de comprender lo que le rodea.
Los niños de 0 a tres años van experimentando el mundo concreto a través de sus sentidos y aprenden a reconocer sus características más palpables: formas, tamaños, colores, variaciones, olores, temperaturas, etc. Los papás y guías debemos apoyar enfatizando cada situación que le acerque al objeto de estudio haciendo siempre uso del vocabulario adecuado: “huele a pan”, “que grande está ese árbol”, “uy, que frío hace por la mañana”. Son cinco los aspectos que hay que reforzar en esta etapa de descubrimiento sensorial: manipulación, repetición, exactitud, control del error y perfección o maestría.
Una vez superada esta etapa (entre los dos y tres años) el niño comienza a cuestionar lo que no se puede percibir con los sentidos. Antes se creía que no era sino hasta los tres años cuando los pequeños se adentraban en el mundo del cuestionamiento, pero los que disfrutamos observando y registrando su desarrollo dentro de un ambiente preparado, hemos detectado niños de dos años que logran formular la pregunta de ¿qué es eso?, y los hay quienes llegan hasta cuestionar la causa con un simpático y retador ¿porqué?
Es entonces cuando se incluyen en el vocabulario palabras como el también, tampoco, nada o último. Y otras aún más complejas como querer, miedo, alegría, enfado, tristeza. Palabras vinculadas a las emociones que va viviendo y asocia a un nombre con la ayuda del adulto.
Pero hay un tercer grupo de conceptos que están relacionados con el mundo de la convivencia, sociabilidad y, me atrevo a incluir, religiosidad (que no es lo mismo que espiritualidad). Son una serie de normas impuestas por un grupo de individuos que nos indican cómo se debe vivir y convivir. Estas son tan vulnerables que han provocado muchos conflictos mundiales por la reinterpretación que cada cultura les da. Si todos los terrestres entendiéramos los términos de justicia, libertad, igualdad o respeto de la misma manera, hace mucho que nos ocuparíamos de cuestiones más trascendentes como el cuidado de nuestro planeta.
Por lo general estas normas no se memorizan, sino que se interiorizan con la convivencia diaria. Si papá minimiza a mamá, se habla a gritos en casa o los padres se dedican a servir a los hijos, el niño aceptará este modelo de convivencia sin ser capaz de juzgar si es bueno o malo. El problema surge cuando ese modelo de convivencia grupal no corresponde al modelo social o mundial. Entonces lo que nos parecía normal dentro de nuestra burbuja ya no lo es. A los cinco años el niño comienza a cuestionar esas normas pues se da cuenta que no todos actuamos de la misma manera. Y eso está bien, pues se va gestando el propio pensar. La labor de los padres y maestros en este momento es fomentar el diálogo para impulsar el pensamiento crítico. Y para evitar confundir a los niños entre el decir y el hacer (lo que más les molesta es nuestra incongruencia), sugiero que en lugar de preocuparnos sólo por adoctrinar a nuestros hijos con valores que se corresponden a un modelo específico de vida o religión, nos ocupemos al menos en ser ejemplo de respeto, igualdad y solidaridad. Que quien es bueno no necesita bandera ni título que lo acredite.

No hay comentarios:

Publicar un comentario